Cuando las luces amarillas de los faroles se encienden para iluminar las sombrías calles de la ciudad al caer el sol, las bombillas doradas de la academia y el ritmo contrastado del k-pop frente al Afro hacen sonar con fuerza las ventanas de una academia de baile que, a diferencia de los demás establecimientos vecinos, abre sus puertas durante la noche como si de una fiesta se tratara.
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Decenas de jóvenes en zapatillas de tenis y joggers pisan vigorosamente las dos aulas habilitadas para sus clases de baile.Todo parece indicar que la academia cobra vida desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche. Las paredes de vivos colores morados, los altos techos, las pulidas baldosas del suelo y los vibrantes altavoces están en plena efervescencia. En la sala número uno, la contigua al rectorado, resuenan las voces de MAVE y las suelas de las zapatillas de cuatro jóvenes que, tras un “cinco, seis, siete y…”, descargan toda su emoción en perfecta sincronía e inician a bailar al ritmo de Pandora.
Valentina, una adolescente de 19 años, destaca entre los cuatro jóvenes como la única chica además de la maestra. Con su melena cobriza, pantalones negros sueltos y jersey rosa, proyecta confianza, alegría y frescura a cada paso “Si yo decido que quiero ser buena en algo, sin importar a qué hora sea o cuanto esfuerzo me genere, lo voy a intentar. Tengo el espacio de la noche y es perfecto no solo para mí sino también otras personas que trabajan o estudian y que pueden llegar a la academia a relajarse y a hacer lo que aman” Y no hay duda de que la danza es una fuente de motivación para ella, pues por muchas veces que la instructora haga una pausa en la música para corregir detalles y volver a empezar, Valentina intenta hacer del ensayo una actuación digna de un concierto en vivo.
La danza es un lenguaje universal y la academia lo refleja con excelencia. Mientras Valentina y sus compañeros disfrutan del pop coreano, una veintena de jóvenes de entre 13 y 20 años disfrutan de los ritmos africanos en la sala contigua.
Juanita, una chica de 17 años, menea las caderas con ímpetu al ritmo de la percusión de Dj Léo Je suis fâché mientras cada mechón rizado de su melena la acompaña indomable y libre. “El Afro es un estilo muy gozadito” dice fatigosamente tras concluir con una coreografía en la que los pasos típicos de Angola y el Congo se reinterpretan con un toque moderno y urbano.
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Pasan las horas y los alumnos repiten una y otra vez las coreografías. A pesar del cansancio, del calor, de la música que se repite una y otra vez, los alumnos no parecen querer terminar el ensayo, porque, como señala Sofía, otra aprendiz de Afro, “la danza es una forma de liberar tensiones y olvidar las preocupaciones diarias, como una válvula de escape”. Saltos, giros y bamboleo, los instructores observan con detalle los movimientos de sus aprendices procurando pulir la coreografía lo mejor posible “Chicos, este movimiento lo necesito más fluido, como si fuera agua” explica el profe Diego, con las piernas flexionadas y los brazos extendidos, tratando de reproducir el movimiento de una ola. Al final de la clase, fatigado, con las mejillas rojas y el pelo desordenado, se sienta en la silla fuera de la sala de clase, como reflexionando sobre su labor realizada y posiblemente incluso orgulloso del talento que ha
presenciado.
“Los chicos vienen aquí por una meta clara. Ser artistas, distraerse o perderse del mundo exterior. Ellos colocan su mente en cosas que son muy buenas y no están quedándose ahí en la calle” Son las ocho y media de la noche, los chicos salen solos o acompañados de sus padres, con las camisetas sudadas, el cuerpo doblado por el cansancio, pero compartiendo una misma sonrisa de éxtasis y adrenalina palpable. Tocados por el ritmo nocturno de la academia.
Publicado por: Karla Torres
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